Algo cotidiano e intolerable: la mala letra
Por José Enrique Marianetti
Desde la época de la enseñanza primaria, recuerdo a mis colegas corrigiendo, cuaderno por cuaderno, nuestros errores y mala letra con lápiz rojo y al infaltable letrero de pie de página: “Mejore su Ortografía y Caligrafía!!!!!”
Es para mi una cifra insondable llegar a calcular aproximadamente la cantidad de “Cuadernillos de Caligrafía” que tuve que llenar y las páginas y páginas con el título, en mayúscula de “Repita la tarea”, “Repita quinientas veces la palabra”, o “No descuide la atención”.
Por lo menos en mí, la ejercitación constante tuvo el resultado deseado. Tengo letra legible en mis casi 80 años y no cometo errores de ortografía, a pesar de que mi letra, al igual que mi columna vertebral, se han achicado un poco.
Claramente evoco la redonda y abierta letra de mi madre y mis abuelos y, en todos ellos, a pesar de su sello personal, era claramente entendible lo escrito.
En mis habituales y frecuentes visitas a museos y recónditas bibliotecas, se exhiben cartas de los próceres. Se letra y firmas son claras y legibles, a pesar de haberse trazado con pluma de ganso que, a veces muy cargada, dejaba caer una mancha sobre el texto. En ese entonces existían también los errores ortográficos, propios de la usanza de la época. El uso de la i por la y, de la g por la j, como ejemplos. Su firma era clara, pero, por lo general las rúbricas eran complicadas, llenas barrocamente de rulos, volutas, arcos y círculos, como si con ellos se afirmara la personalidad. Usanzas de antaño.
Todo este introito viene a cuento por lo que he venido observando como viejo docente, durante los últimos años. Además de la pobreza de léxico del escrito, resaltan la falta de vuelo e imaginación, que revelan una penosa y creciente falta de cultura. Confieso que me es torturante tener que tomar pruebas escritas. Como no puedo con mi genio, corrijo como fui corregido.
Recuerdo cierta vez haber aplazado a un alumno por sus “horrores” ortográficos y su pésima caligrafía. ¡Y las autoridades del colegio argumentaron en su defensa que al no ser yo profesor de gramática, no tenía por qué meterme en el tema! Y terminaron la cuestión aprobando al alumno –aunque aún no sé cómo hicieron para leer su examen-. ¿Qué me cuenta?
Después de haber entablado un largo litigio, al fin me dieron la razón.
A los niños no se les dan más deberes para realizar en casa. A nadie le preocupa la hoja levantada del cuaderno, ni la mugre dejada por los dedos sucios. Nadie corrige nada.
En mis años de joven médico alcancé a conocer y hasta tuve que escribir varias de las llamadas “Recetas magistrales”, que llegaban a las farmacias para que el idóneo o el farmacéutico las preparara, previo haberlas pasado de puño y letra, a un libraco que registraba la formulación con el nombre del facultativo. En ese entonces se escribía mojando en tinta la famosa pluma “cucharita”. Recién en los ’40 se comercializaron las estilográficas y después de los cincuenta, las Birome. Pero la letra del médico y del farmacéutico era legible, hasta elegante. Es más. Cada uno se esmeraba por hacerla mejor.
Hoy se da el caso de que ni el mismo médico reconoce lo que escribió anteayer, y el farmacéutico, aún con sus gruesos lentes, no logra descifrar, cual si fuera un moderno Champollion[1], lo escrito, lo que obliga a consultar por teléfono. Sólo a veces tienen suerte, él y el paciente.
¿Qué sucedió en todo ese lapso? ¿Se tata acaso del apuro por lo abigarrado de la atención en los Servicios de Salud? ¿Sucede por abandono o displicencia, por esnobismo o quizá por el deseo inconsciente de que nadie se entere de lo que escribió? ¿Y de la firma? Ni hablemos. Si a veces es solo un gancho, que ha obligado a inventar el sello como si no bastara con la firma y popularmente, poner el gancho es poner la firma.
¿Cómo puede ser todo esto? Es una prueba más del gravísimo deterioro que estamos sufriendo. Personalmente, no me hace ninguna gracia tener que leer historias clínicas cuando debo realizar un trabajo pericial. Pareciera que el colega piensa que su trabajo no va a ser nunca leído, relajando totalmente su disciplina, grave negligencia que es evidente también en el vestir, hablar o comportarse en sociedad.
Sin ser para nada pesimista, dudo ver, alguna vez antes de morir, cambiemos para mejor. Un dejo de nostalgia me acecha. Ahora ya nadie escribe y si lo hace, lo hace en códigos extraños e inentendibles, cuyo resultado a la fecha, es un desastre. Fenómeno que se agudizó con la globalización y la desinformación disfrazada de facilismo tecnológico, pero nos está llevando a una franca y clara deshumanización; por más que tengamos a la tecnología a nuestro servicio, somos sus esclavos.


