jueves, octubre 30, 2025
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“Francisco fue siempre el mismo tipo: humilde, lúcido y de una espiritualidad contagiosa”

Un vecino, quien prefiere no dar a conocer su nombre, ex compañero de Jorge Bergoglio en los jesuitas, repasa anécdotas íntimas y momentos clave en la vida del actual Papa.

—¿Cuándo conociste a Jorge Bergoglio?

—En diciembre de 1980 cuando ingresé al noviciado de los jesuitas. Yo estaba en San Miguel y él era el rector del Colegio Máximo donde luego pasabas a estudiar filosofía y teología. Desde entonces compartimos mucho, especialmente entre 1987 y 1989, cuando nos mandan a los dos al Colegio del Salvador. Ahí nos hicimos muy cercanos. Me fui en el 89, y él fue quien me ayudó a discernir que tenía que tomar esa decisión. A su vez él compartía conmigo la presión del nuncio apostólico para que aceptara ser obispo. Fueron nueve años en que compartimos mucho. Y así como era cuando lo conocí a sus 44 año, era como cuando se murió a los 88.

—¿Cómo era Bergoglio en esos años?

—Era exactamente como lo vimos siempre: cercano, sencillo, con una mezcla de profundidad espiritual e inteligencia brillante. Daba misa en los barrios o se reunía con inversores del Salvador con la misma sencillez. Muchas veces lo encontré lavando o colgando su propia ropa como uno más.  O servía las mesas como si fuera el mozo en los eventos. Jamás se la creyó. Y tenía millones de motivos para creérsela, imagínate que los nombraron provincial de los jesuitas -jefe de Argentina- cuando tenía con 36 años apenas. Además, tenía un gran sentido del humor.

—¿Qué pasó cuando lo eligieron Papa?

—Él no quería eso. En el 2013 ya tenía 77 años y estaba preparándose su piecita en Flores para su retiro. Vivió su papado con la misma humildad y coherencia que vivió toda su vida. Y eso es lo destacable de Jorge: su espiritualidad simple pero profunda. Tenía una relación muy personal con Dios, con Jesús, con la Virgen. Y eso se notaba, lo contagiaba.

Otra característica para destacar es su sencillez, por ejemplo, es que nunca dejó de escribir a mano, de responder cartas, de acompañar a los que sufrían. Un tipo de alpargatas, pero con una mente y un corazón enormes.

—¿Qué tan reales fueron los conflictos entre Francisco y los sectores conservadores de la Iglesia?

—Reales y duros. Fue una batalla silenciosa pero firme. La Curia romana está llena de personajes que hace décadas se perpetúan en el poder, muchos de ellos absolutamente conservadores, guardianes de una Iglesia cerrada. Desde el primer momento, él supo que iba a patear tableros. Apenas lo nombraron Papa, por ejemplo, decidió no ir al tradicional concierto de Pascua de los cardenales. Dejó el asiento del Papa vacío. Un desplante directo al viejo ceremonial. Fue un gesto fuerte: “No voy a seguir con las formas si no cambian los fondos”. Y así fue todo su papado.

—¿Cuál era el núcleo de esos choques?

—La idea de una Iglesia para todos. Él decía: “acá nadie queda afuera: ni los homosexuales, ni los divorciados, ni nadie. Todos adentro”. Eso a muchos no les gustó nada. La Curia romana es un nido de víboras: gente muy conservadora que quiere mantener su poder y que no soportó su apertura. Él los enfrentó con astucia. Con el tiempo fue avanzando más a fondo. Reformó el funcionamiento interno del Vaticano, limitó el poder de muchos de esos cardenales históricos y fue diluyendo el poder de los sectores más reaccionarios. Cambió la composición del colegio de cardenales con representantes de otras regiones, lo que diluyó el poder de los europeos que eran los que venían eligiéndose entre ellos: nombró a más de 115 de los 150 electores, la mayoría con una visión más inclusiva. Eso asegura que el próximo Papa no pueda retroceder fácilmente en sus reformas. Una vez me contó que un cardenal viejo le dijo: “Padre, aproveche mientras tenga la plaza llena”. Y él lo sabía: tenía que avanzar mientras tuviera el respaldo popular. Hoy es mucho más difícil que un conservador puro vuelva a ser Papa.

—¿Por qué creés que no avanzó sobre temas estructurales de la Iglesia, como el celibato y el sacerdocio de las mujeres?

—Una vez, en una charla en el Colegio del Salvador, salió el tema. Dijo algo muy claro: “no hay ningún mandamiento ni impedimento teológico real que prohíba el sacerdocio femenino; es más cuestión de costumbre que de dogma”. Pero también sabía que dar ese paso podía fracturar demasiado a la Iglesia, que todavía no estaba madura. A él lo que le importaba era incluir, abrir, no excluir a nadie. Su obsesión era una Iglesia con las puertas abiertas para todos.

—¿Creés que dejó una huella irreversible?

—Totalmente. Francisco fue un estratega absoluto. Sabía que no podía cambiar todo de golpe, pero dejó las piezas puestas para que el que venga no pueda volver atrás. Su legado no es sólo lo que hizo, sino lo que habilitó.

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