Ya está muy próximo el 3 de diciembre, fecha en que se conmemora del día del médico.
Como yo lo soy desde hace 53 años, no puedo ni debo dejar pasar por alto en mi memoria a las figuras que, de una u otra forma, influyeron poderosamente en mi larga y nunca terminada formación.
Puedo hablar, por ejemplo, del Dr. Salomón Miyara, Clínico por excelencia. A pesar de no haber dejado escuela, estar a su lado era siempre un aprendizaje. Horas hablando con el paciente, la mirada escudriñadora, tardaba siempre, antes de dar su diagnóstico. Ya en su casa, estudiaba los síntomas que había encontrado en su examen minuciosamente, a conciencia, sin apuro alguno. Investigador incansable, seguía la línea de sus maestros Pedro Maza y Carlos Chagas, infectólogos relevantes. Siempre cauto, visitaba a sus pacientes particulares a domicilio y a través del excelso manejo de la Cínica no tenía problemas para llegar a diagnósticos insospechados.
Otro médico que impregnó mi espíritu con su sabiduría, fue el Doctor Elías Dragunsky, que vivía en Luján de Cuyo. Jefe de Servicio en el quinto piso del Hospital Central, me enseñó qué y cómo observar, a escuchar, escudriñando, desmenuzando, su aguda percepción siempre daba en la tecla.
Enamorado de la Clínica Médica, el Dr. Amadeo Alberto Freire, era un traumatólogo de gran cultura y con él uno podía hablar de cualquier cosa. Activo, vivaz, temperamental, nunca dejó de ver al hombre íntegro y así desarrollar el ojo clínico.
Ramón H. Lemos fue el típico médico de familia, el médico rural, preocupado, siempre al lado de la cama del enfermo, tuvo siempre enorme prestigio por su humanidad a flor de piel.
La especialización comenzó. Aparecieron nefrólogos, cardiólogos, gastroenterólogos, pediatras, radiólogos, anestesiólogos, etc., etc., dejado de lado, poco a poco, el ejercicio de la madre de las especialidades, la Clínica.
Veo hoy, con honda preocupación, la ligereza con que los médicos jóvenes tratan a sus pacientes, sin ejercer la Clínica. A uno lo miran de reojo mientras escriben en su computadora, no examinan, no palpan ni auscultan, supliendo livianamente esas falencias con el pedido de análisis y el uso de interminable cadena de aparatología, olvidando al ser humano, que pasa así a devenir en un número de legajo, dejando de ser persona.
Hace ya mucho que pienso que la plétora de universidades que enseñan medicina, han olvidado el juramento hipocrático, viendo a la profesión como una manera de obtener status y dinero, dando la impresión de estar apurados. Piden análisis, radiografías PET, SPECT, TOMOGRAFÍAS, para poder ir rápido al grano. No se percibe el interés por seguir estudiando.
Todo lo dicho motiva una dura reflexión, que no tiene el ánimo de denostar a nadie, sino el retorno a la sabiduría, la paciencia, la humanización, sin perseguir el exitismo ni el interés económico como meta.
José Enrique Marianetti

