Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, es probablemente una de las figuras más singulares que ha ocupado el trono de San Pedro en los últimos siglos. De gesto austero, humor seco y una espiritualidad cercana, supo convertirse en un líder profundamente humano sin dejar de ser un reformador estratégico. Fue un jesuita incómodo para muchos, que alternaba charlas teológicas con tareas domésticas y misas en villas. Esa misma dualidad —la sencillez de su vida cotidiana y la firmeza de su visión eclesial— lo definió como pontífice.

Desde su elección en 2013, eligió el camino de la apertura, la misericordia y la inclusión, desafiando de frente a los sectores más conservadores del Vaticano. Su pontificado ha estado marcado por gestos simbólicos y decisiones estructurales: habló de una Iglesia “hospital de campaña”, criticó la rigidez doctrinal, impulsó reformas internas profundas y no esquivó temas históricamente tabú como el rol de la mujer, la diversidad sexual o el poder económico en la Curia. Todo, sin levantar la voz ni buscar el aplauso: con la calma y la convicción de quien no llegó a la cima para disfrutarla, sino para moverla.
Un argentino que dejó huella en el mundo.

